viernes, 15 de junio de 2012

LA CUEVA DE EPONA

      Todo hacía presagiar que sería una noche aburrida. Ante el micrófono pasaban toda clase de lectores: desde el intelectual metido a poeta hasta la secretaria contando sus desafectos y requiebros amorosos. La mirada del público se perdía en el cansancio, y no faltaba quien se trepase en las agujas de su reloj para aligerar el tiempo y salir disparado hacia la calle a tomar aire fresco. El presentador, sufriendo vergüenza ajena, se atragantaba de agua, quizás bajando las angustias de una velada desperdiciada.
“Y ya para terminar…” dijo el señor de guayabera moderna, que hacía las veces de maestro de ceremonia. Fue entonces cuando apareció ella, emergiendo del público, con un andar seguro, de quien sabe lo que hace y a dónde se dirige. Llevaba en sus manos una carpeta blanca, como de esas que usan los desempleados para sus hojas de vida, también traía unos lentes que la hacían parecer profesora de geografía. Los asistentes, ya narcotizados por tanta poesía mala, sólo atinaron a sorprenderse por la estatura de la próxima lectora, y sí, ¿por qué no?, por su pinta de turbante oriental y su blusa multicolor más propia del carnaval de Barranquilla. Del resto, era esperar que todo continuase y terminara sin mayores aspavientos. 

De repente, su voz fuerte y segura, entró de lleno en el auditorio. Pareció como si hubiese lanzado contra sus oyentes todo el arsenal de su vajilla enfurecida. Más de uno saltó literalmente de su puesto. Era la rabia, la indignación, el amor propio de mujer ofendida; eran, de pronto, todas las voces de las mujeres del mundo que habían sufrido algún tipo de abuso, irrespeto, traición, que reencarnaban en esta poeta nacida en el Centro Histórico de Cartagena de Indias (Plaza de Los Coches).   

      Las mujeres se solidarizaron inmediatamente con ella; los caballeros, en cambio, estaban impactados. Seguramente, más de uno se sintió tocado por las palabras, que como dardos salían de labios de la poeta. ¡La noche está salvada!, pensaría el organizador y presentador del recital. Hubo quien en su agenda anotaba los versos acerados que escuchaba; otro, de boca abierta, esperaba que terminase para declararle su amor a primera vista (tiene, según ella, el récord de admiradores de la tercera edad); el más osado, haciendo cálculos mentales para la foto que se tomaría lo más cerca posible de la artista.
Cuando terminó su turno de leer poesía, Ruth Patricia Diago, visiblemente emocionada por la compenetración con sus textos, se preparó para recibir los elogios agradecidos de todos aquellos que se sintieron tocados en sus fibras más íntimas por el arte de la palabra de ésta mujer de edad indeterminada, de desaforada estura física y artística, y de voz de látigo lírico, que puede penetrar el alma de un solo chasquido. 

Esa noche fue imposible hablar tranquilamente con ella, los comentarios y  halagos de curiosos y admiradores me impidieron abordarla como hubiera querido. 
Así que me resigné a enviarle una nota vía amistad, la cual me respondió muy cordialmente al día siguiente. Le propuse que nos entrevistáramos, ya que tenía en mente una serie de crónicas sobre personas valiosas que podíamos ver todos los días, diferentes a las divas y divos que  parecen venidos de planetas lejanos por lo inalcanzables y por el mundo light que los rodea. Acordamos que el sitio de encuentro fuera su residencia, ubicada a orillas del Mar Caribe, de donde seguro tomó la enjundia y el coraje para impregnar su voz, y famosa por ser lugar de reunión de músicos y poetas, de amigos de otras convenciones y gustos, y una que otra amiga sedienta de amor materno y oído comprensivo.

      Me recibió con uno de esos abrazos que lo matan a uno de afecto, por la sencilla razón de no estar preparado para ello, acostumbrados como estamos al egoísmo y la zancadilla del vivir diario. Ahora que la tenía frente a mí pude comprender el significado del nombre con la que es llamada por sus amigos más cercanos: Epona, diosa celta de los caballos, de la fertilidad y de la naturaleza, asociada con el agua, la curación y la muerte indistintamente, que tomaba forma de yegua para pasear a los amigos de su esposo. En esto último, me aclaró, no coincide con la diosa.

En su casa, donde las brisas se meten a revisar las camas, los pájaros se comen las tardes y el sol se escode del calor, se siente la fuerza del arte, es como un fantasma que pincha las carnes al menor descuido. Le pregunto por su familia: Tres hijos que son su savia y la razón de seguir peleándole a la vida por un trozo de felicidad —Juan Manuel, Victoria Carolina y Claudia. 
Está separada, dice que “una se cansa de aguantar”. ¿De admiradores? Muchos, nada serio. A ella, que es alta y robusta, la persiguen los viejitos osados, que la ven como el máximo peligro que podría rejuvenecer sus vidas. También la asedian los de baja estatura, quizás por la adrenalina que sentirían en trepar por sus aristas más agudas, y no le faltan los enclenques, que solo buscan la mala hora de una sola de sus caricias.

En la cueva de Epona los poetas siempre son bien recibidos, no importa si traen plata, poesía o hambre, la bienvenida es la misma, una risa amplia, un abrazo efusivo y una silla para depositar, si es el caso, la última derrota. En su hogar las cosas hablan, la escoba te puede decir “buenos días”, los objetos de la cocina se pasean como amos y señores por la casa. Hay que apartarse para que los platos sigan su camino, sus puertas no dejan a nadie afuera y las mariamulatas se invitan a comer a cualquier hora del día. Con este panorama mágico era de esperarse que su ser sensible derivara en la poesía. No había remedio, estaba marcada para el arte de la palabra, y desde el primer llamado fue obediente y fiel a su vocación. Esto a pesar de las críticas de personas que no podían entender por qué dejaba de lado otras opciones económicamente más tentadoras. Siempre que es invitada a un recital, su madre le pregunta: ¿cuánto te van a pagar? 

      Sus primeros admiradores son sus hijos, que la acompañan donde quiera se presente, para respaldarla con sus aplausos, que ella puede diferenciar por encima de los demás, pues los escucha con sus oídos de poeta-madre. Su complicidad la reparte con sus amigos poetas, con quienes se saca las entrañas en ese ritual doloroso de corregir y perfeccionar la obra. Me asegura que admira profundamente a Gabriel García Márquez, a quien lee encantada (contrario a mucha gente, a ella está influencia no le hace daño). Ha sido publicada en algunas antologías nacionales, sus poemas han aparecido en revistas y diarios del país y es miembro del taller de Literatura La Urraka, un colectivo literario cuya única identidad es el amor por las letras.
      Mientras todo esto escuchaba, tenía que bajar la cabeza para evitar las ollas, levantar los pies para que el trapero no me tumbara, cerrar los ojos para no ver bailar una manguera, persignarme ante las apariciones que cruzaban las  paredes, ver volar las hojas de papel que se hacían insectos, percibir las voces de los poetas universales que llamaban desde los libros. Cuando la tarde se hubo tomado un respiro en nuestra conversación, juzgué que era hora de marcharme, no sin antes pedirle permiso a la mecedora que me retenía con sus brazos de roble, dar las gracias por un delicioso café, que aún hoy no sé quién me sirvió, y recibir un beso de eucalipto en la mejilla acompañado de un abrazo que curaría de cualquier enfermedad. 

  La próxima vez que usted se entere de que Epona está invitada a un recital, prepárese a dar oídos y observar cómo las cosas más simples y sencillas de una casa, toman vida por el poder de la palabra y la fuerza de los sentimientos de esta mujer, a la que nada le queda grade, porque ella nació para lo grande de la vida, la poesía. 

12 comentarios:

Tito Mejía dijo...

Tenía que ser con el vestido inconfundible de palabras a que nos tiene acostumbrado el poeta JUAN CARLOS CÉSPEDES

Tito Mejía dijo...

Tenía que ser con el vestido inconfundible de palabras a que nos tiene acostumbrado el poeta JUAN CARLOS CÉSPEDES

Anónimo dijo...

Hola Juan Carlos,

Me encantó tu escrito sobre Ruth Patricia. Coincidimos en nuestro gusto por su poesía. Es como un volcán que arroja lo cotidiano y lo enaltece. Un abrazo,

Alicia Haydar

gabriel barrios frias dijo...

Rut Patricia, es la roca, la brisa, el mar picado de las tres de la tarde, el alcatraz avisando donde se encuntran las sardinas, la palabra, la hembra montada sobre un caballo invisible. la poesia, el universo y la ciudad.

Anónimo dijo...

Muy buen texto, Juan Carlos. Gracias.
Saludos

Ignacio (Nacho) Vélez-Pareja

Anónimo dijo...

Muy buen artículo, Juan Carlos. Mis saludos para Epona, a quien no tengo el gusto de conocer, pero debe estar muy contenta con esta bella crónica.

Mario Mendoza Orozco

Anónimo dijo...

Me gustó el texto. Me pareció muy personal y afectuoso, además de fiel al personaje.

Felicitaciones.

Guillermo Serrano

Anónimo dijo...

Super este escrito, Juan, tanto tú como la poeta, lúcidos!!

Aixa Elema Mendoza

Anónimo dijo...

Estuve leyendo el texto de la cueva. Gracias por compartirlo. Un buen
homenaje a la poeta.

Fernando Guinard

El Galo dijo...

Juan Ca, tu como siempre tan especial. Desde su primera versión el artículo lo guardo como un tesoro muy grande. Gracias por exaltar mi trabajo de una manera tan hermosa y gracias a todas esas persona por esos amables comentarios para conmigo. Gracias de nueva Juan Ca.

El Galo dijo...

Juan Ca, tu como siempre tan especial. Desde su primera versión el artículo lo guardo como un tesoro muy grande. Gracias por exaltar mi trabajo de una manera tan hermosa y gracias a todas esas persona por esos amables comentarios para conmigo. Gracias de nueva Juan Ca.

Anónimo dijo...

Juan Ca, tu como siempre tan especial. Desde su primera versión el artículo lo guardo como un tesoro muy grande. Gracias por exaltar mi trabajo de una manera tan hermosa y gracias a todas esas persona por esos amables comentarios para conmigo. Gracias de nueva Juan Ca.

Ruth Patricia