domingo, 5 de febrero de 2012


EL PRECIO DEL PROGRESO

(Urbanización Los Ángeles: Una calle de ida y otra de regreso,
y dos atajos: al paraíso y al infierno)

A Enoe, mi madre, una guapa que se llevó la vida.

Los Céspedes llegaron al barrio con la lluvia y la mitología del trueno, en un camión demasiado grande para los obsoletos checheres arrastrados por dos empleados públicos, que traían a su prole colgados de los sueños. Las pocas casas levantadas estaban sin terminar, puro ladrillo gris y ventanas que miraban hacia la calle con ojos rasgados de plásticos a falta de vidrios. No era la Cartagena de los Lemaitre, ni el triangulo cuasi perfecto de Bocagrande-Manga-Crespo, o las rancias callecitas de San Diego y Getsemaní olorosas todavía a pólvora. Sin embargo, aquí también corría paralela la otra historia, la de los pioneros de la oscuridad y las viviendas sin agua, la de los mechones en la noche y las sombras de las manos reflejadas en las paredes con sus conejos risueños y viejitos muertos de la risa ante el asombro de los hermanos y el cartón de abanicar de la madre y el radio de las noticias del padre meciéndose en la hamaca. 
Después el arte sin matricular de acomodar las cosas,  buscarle puesto a las que sobran, y encontrarles, como siempre, un espacio que quedaría olvidado hasta la próxima mudanza, que quiera Dios no llegue nunca. Pero no estábamos solos, miradas se filtraban por las puertas buscándole identidad y posibilidades a esos nuevos vecinos, que despertaron la mañana con gritos y aspavientos y un perro que perseguía mariposas, niños invisibles, albañiles y uno que otro vendedor de yuca de un pueblo todavía lejano. 

Mientras la olla hervía en un fogón improvisado en el patio, una pelota de fútbol hacía amigos en la primera cancha creada con los ojos. Esa cosa mágica que los pelados de Los Ángeles nunca habían visto rodar, y vi, por primera vez, volar un zapato, zumbar una pierna, los primeros raspones y la primera sangre inaugurando esta extranjería de un día. Llegaron los nombres, el reparto de los apodos y las trompadas, ese lenguaje elemental de todas partes, el poder de la propiedad del balón y el sequito de aprendices de esa ciencia de los pies. De cómo cantar un gol en medio de reglas que improvisaba al paso de las preguntas y ese ser “experto” con tan sólo doce años.
    En la primera noche del exilio de la luz eléctrica, el descubrimiento de la luna total y su camino verdadero entre el monte (cuando aún la poesía no era una probabilidad). La bienvenida de los grillos y las luciérnagas, esas estrellas aterrizadas, y el ensañamiento de los mosquitos que nunca leyeron los derechos de los niños, y esa cuadra inmensa echada a caminar para conocer a los nuevos vecinos. Muchos guías mostraron los atajos, los vericuetos que se acuñaron en la memoria, la casa de la pelada más bonita que tenía muchos novios, pero que ella no lo sabía; ese desfile interminable por su frente para verla. Mi padre que no me fuera lejos, que ir a la tienda lejana a buscar el hielo, el azúcar, las velas y la provisión de cigarrillos infaltables, y nuestro primer cigarrillo entre tantos, y tosa a ver quién aguanta más el humo, y pobre pelado, no sabe, y masque chicle, mi llave, que lo descubren.

A la mañana siguiente, después de repartir el cansancio, la algarabía de la gente y corran todos. Un acordeón y un señor muy viejo en una mecedora, muchas arrugas, sin dientes, vestido de pantalón caqui,  camisa que conoció mejores tandas, abarcas rudimentarias, la botella de un ron 
sin etiqueta, un sombrero sabanero y un “…Alicia adorada, yo te recuerdo en todas mis parrandas…”.  Nos burlábamos de cómo mascaba las canciones y “Lucero espiritual eres más alto que el hombre...”.  Que se callen esos pelados que no dejan escuchar. Los dedos toscos apretaban los botones que soltaban una música que erizaba el espinazo y hacía mover los pies con un dolor indescifrable por falta de experiencia. El señor tenía los ojos vidriosos y tomaba directo de la botella, entonces sentíamos que nos bajaba saliva por lo sabroso que debía ser el ron. Muchos años después supe que tuve ante mí al gran Juancho Polo Valencia.
Luego vinieron la cacería de pájaros que nunca atrapamos, las cerezas silvestres cercanas a una casa perdida en el monte, y la primera mujer desnuda que lavaba la ropa en el patio sin saber, creo yo, que ojos exorbitados miraban, y el regreso puntual por las tardes de siempre, a descorrer de nuevo ese velo plegado de la vida, que nos quitó parte de la inocencia.  Y caminen que hay un ahogado. Tirado en la arena amarilla de cantera, un joven con los ojos que nunca se cerraron, que nos persiguió durante mucho tiempo por las noches, aun contra los rezos y oraciones y “Ángel de mi guarda, dulce compañía…”, nuestro primer muerto y el descubrir que cualquier día uno podía no levantarse y ser como un palo, o una piedra, que es peor.

En las noches aburridas nos sentábamos al pie de la Avenida Pedro de Heredia a repartirnos los carros que pasaban, y ese es mío, y yo lo vi primero, y tú eres un tramposo porque los que van de izquierda a derecha son los tuyos, sí, pero las camionetas son mías. Allí supimos que las carreteras te llevan a lugares que no conoces y soñamos con viajar acompañados de la novia, que lo era de todos y de ninguno. Pero el progreso venía a paso de devaluación, desyerbando los rituales de la infancia, construyendo casas que ya no miraban para afuera, de gente rara que no reía,  las rejas se hicieron altas y los perros más feroces, las pelotas eran chuzadas por una bruja que se mudó a la cuadra, después vino la revancha de las piedras en la noche y ella devolvió el golpe con aceite quemado para carros en el pretil donde nos sentábamos a ensayar los primeros piropos a las chicas.

Una mañana llegaron los contratistas con sus cascos de ingenieros y nos jodieron la cancha de fútbol, se llevaron con sus buldózer las risas y los goles. Fueron brotando de la tierra unas casas pegaditas, sin carácter, iguales. ¡Mira porqué se cambiaron los goles! El barrio La Floresta era ahora nuestro vecino, y no queríamos saber nada de ellos, los veíamos como los responsables de nuestra diáspora en busca de una nueva cancha donde meterle a la vida los pocos goles que aún nos quedaban.   
Una noche la primera borrachera me escondió mi almohada y el sol me sorprendió debajo de la cama, me imagino que buscándola aún.  Mientras sufría mi primer parto biliar una enorme mole se levantaba donde antes pasábamos las tardes mágicas del barrilete, las cuchillas cruzadas para cortar los hilos de las cometas de otros barrios y las guerras de pepinos bastos, con el discurso de un Presidente de la República y su Ministro de Defensa poniendo la primera piedra de lo que sería el Barrio Tacarigua y el condominio Conjunto Residencial Tacarigua. Fuimos los primeros extraditados del progreso. Atrás quedaron los ponches y la primera base, la primera carrera, el único hit, el pelotazo en la espalda. Todos fuimos empujados igual que los animales, que antes habitaban la tierra donde ahora están nuestras casas. Ya los encuentros eran entre barrios, las patadas iban por toda la periferia, aprendí a saltar y a cuidar los tobillos, a cazar espinillas, a defender mi flacura con los codos. Pero para el segundo tiempo vino otra constructora que se llevó nuestro maracaná de cal y arena. Nacía el Centro Comercial Los Ejecutivos.

Fuimos acorralados por los años y la piedra. El desarrollo nos tendió una trampa con sus vitrinas alucinantes, sus precios de ofertas y sus maniquíes de mirada complaciente. Una mañana de mayo me encontré meciendo en mis brazos a mi hija Yurika, supe entonces que sólo la poesía me podía salvar de esta guerra silenciosa y perdida contra el progreso. Como en el concierto de Pink Floyd, me fui quedando adentro del muro, mientras el cemento avanzaba grotesco contra mis sueños.  Viene mi hija Michel y me sorprendo paseando con mis hijas en el Centro Comercial La Castellana, donde alguna vez hubo un verde como jamás lo había visto en mi vida, donde reventamos pelotas contra Las Delicias, en esa suerte de finales sin trofeos, ni prensa, ni gloria, sólo el peso de los huevos y las ganas de no perder nunca.
Ahora no sé dónde queda la periferia. Ayer vivía en las afueras, pero todo el ritmo de la ciudad se vino para acá y Los Ángeles quedan hoy justo en medio de cinco centros comerciales. Y en la Avenida Pedro de Heredia ya los niños no cuentan carros ni los hacen suyos, un ejército de motocicletas nos grita que llegó el progreso, que vino para quedarse vestido de Transcaribe y ruido. Ya nadie eleva cometas, hay demasiados alambres robando el cielo. 
A veces voy por la calle recordando tanto amigo perdido en las esferas del deber y las responsabilidades, en la deserción de los sueños, en la niña que no fue de ninguno, en mi balón pinchado por la bruja, en las cerezas que me llevaron a mi primera desnudez, en la lucidez de la poesía, en los goles que nunca más regresaran y se me inundan los ojos, y antes de que alguien me vea llorar, me paso la mano y le hago a la vida un taquito a lo Falcao con una lata de cerveza que encuentro en la calle.   

1 comentario:

Fannito dijo...

Cordial saludo. Vengo leyendo poco a poco todo este valioso material que con tanto gusto y elegante presentacion he encontrado en su blog. Estoy rumiando este ensayo y ya he pasado por la cronica, poesia y aunque lentamente, debido a mi escaso tiempo, se que continuare hasta haber leido la ultima palabra. Lo felicito de corazon.